Mientras dedicamos nuestra atención a los conflictos internacionales más evidentes, se libra otra guerra más sutil y persistente: una guerra de divisas. Y aunque esta modalidad de hacer la guerra no es nueva, sí lo es su dimensión y relevancia internacional. Ya no se trata solo de reforzar la competitividad por medio de las devaluaciones estratégicas, sino de reconfigurar el tablero monetario global con el uso de herramientas financieras como poderosas armas de disuasión.
La Reserva Federal de los Estados Unidos –FED-, por ejemplo, ha convertido su política monetaria en una palanca geopolítica. Mantener los tipos de interés altos para controlar la inflación interna y cumplir con su mandato legal, además, impone una tensión financiera sobre las economías emergentes y frena cualquier tentativa de desdolarización de otros bloques en su intento por consolidar monedas alternativas al dólar. Esta dólar-dependencia inducida por la FED- actúa como cinturón de seguridad tanto para sus rivales, como para sus más allegados.
Por su parte, China acelera sus acuerdos bilaterales en yuanes y expande su sistema de pagos alternativo al SWIFT, el Cross-Border Interbank Payment System -o CIPS-. Pese a ello, su talón de Aquiles sigue siendo la confianza. Sin plenas garantías de los inversores sobre la moneda china, el yuan no puede aspirar a competir con contundencia con el dólar en las reservas globales. Y Pekín lo sabe, por eso prefiere librar esta batalla a través del comercio y no de los mercados financieros.
Europa, atrapada en su ambigüedad estratégica, paga el precio de no haber construido una arquitectura monetaria lo suficientemente autónoma. Quizás esta sea una buena evidencia y, al mismo tiempo, una nefasta consecuencia de la falta de aquello llamado «acervo comunitario». El euro se ve atrapado entre las decisiones del Banco Central Europeo y los dilemas de la Comisión Europea -controlar la inflación VS estimular crecimiento y sostener deuda pública-. Sin un proyecto financiero con vocación y miras globales, su papel queda reducido al de un mero espectador en una pugna entre los imperios monetarios chino y estadounidense.
Aunque la guerra de divisas actual no tiene trincheras claras ni victorias rápidas, se trata de un conflicto con dinámicas de tensión persistente, donde cualquier estabilidad aparente es solo una pausa táctica. Cada subida o bajada de tipos, cada acuerdo de swap bilateral, cada nuevo banco central que decide diversificar sus reservas, forma parte de un proceso que está de redefiniendo la jerarquía del poder global.
Aquel que domine el valor de su moneda sin perder la confianza internacional, no solo ganará estabilidad y margen económico. Ganará influencia política. Porque hoy, más que nunca, el poder ya no se mide solo en ejércitos o PIB. Se mide también en la capacidad de imponer tu moneda en las transacciones de otros.