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Centros de datos y huella digital: energía, agua y futuro en juego

Los centros de datos crecen sin parar y su impacto energético y ambiental ya marca la agenda global.
Centro de datos :: The Officer

Es el año 2075. YouTube tiene cinco trillones de vídeos. Encontrar un simple tutorial de cocina grabado en 2020 es tan difícil como dar con una aguja en un pajar que no deja de crecer.

Los buscadores se han vuelto laberintos infinitos, saturados por décadas de archivos que nadie se atrevió a borrar. Pero, ¿cómo llegamos a este punto?

Retrocedamos al presente. Cada minuto que pasa, internet genera más datos de los que cualquier persona podría procesar en toda su vida.

Mientras lees estas primeras líneas, se han publicado 500 horas de vídeo en YouTube, se han compartido casi 700 000 historias en Instagram, se han enviado 40 millones de mensajes en WhatsApp y Google ha respondido 6 millones de búsquedas.

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Para cuando termines este párrafo, se habrán generado otros tantos millones de archivos que se sumarán a una nube que no para de engordar.

La llamamos «nube» como si fuera algo etéreo, liviano, sin peso. Pero es todo lo contrario: es física, material y voraz. Vive en edificios gigantescos, llenos de servidores que parpadean como luciérnagas eléctricas y que consumen energía como si fueran pequeñas ciudades.

Son los centros de datos, la columna vertebral de esta vida digital que hemos construido sin preguntarnos demasiado por su coste real.

Ese coste es tan descomunal como su crecimiento. En 2010, la humanidad generaba apenas dos zettabytes de datos. Hoy, en 2025, hemos superado los 200 zettabytes, una cantidad tan absurda que necesitarías más de 2.000 millones de discos duros domésticos para almacenarla.

Y no se detiene: cada clic, cada foto, cada archivo que decides no borrar es una chispa que alimenta un incendio global de información.

Detrás de esa expansión están gigantes como Amazon Web Services, Google Cloud, Microsoft Azure o Meta, que compiten por construir auténticas ciudades digitales. Algunos de sus complejos superan los 100 megavatios de potencia, lo que equivale al consumo energético de un barrio entero.

El futuro complejo «Hyperion», de Meta, alcanzará cinco gigavatios, casi lo mismo que toda una gran ciudad europea en pleno verano.

La nube no flota: pesa, gasta y consume

Pero esa infraestructura no funciona gratis. Solo en 2024, los centros de datos consumieron 310 teravatios hora de electricidad, cerca del 1,1 % del consumo eléctrico mundial. Para 2030, la previsión roza los 945 TWh, similar a todo lo que gasta Japón en un año.

Y con la explosión de la inteligencia artificial, esa curva va en vertical: entrenar un modelo como GPT-4 requiere miles de GPUs funcionando día y noche, multiplicando el número de servidores necesarios.

Y no es solo electricidad. Es también agua. Mucha agua. El consumo diario promedio de agua de un solo edificio de centro de datos es de aproximadamente 24,9 millones de litros de agua al año, o lo que es lo mismo 68.219 litros por día.

En regiones áridas como Arizona, Chile o Uruguay, ya hay comunidades que han salido a protestar: mientras los servidores siguen funcionando, los vecinos ven cómo se restringe su acceso al agua potable.

Solo en Estados Unidos, la industria de los centros de datos consumió 1.700 millones de litros en 2023, y en el caso de Google, cada búsqueda que realizas representa una gota más en un océano invisible: en 2022, la compañía utilizó casi 20.000 millones de litros de agua en sus centros de datos, representando cerca del 10% del consumo anual de agua en España

Hay lugares donde el límite ya se ha alcanzado. En Irlanda, los centros de datos consumen el 21% de toda la electricidad nacional, obligando al gobierno a imponer una moratoria. En Países Bajos y Dinamarca se han frenado proyectos por el ruido constante y el impacto en la red eléctrica.

Y en ciudades como Frankfurt, el epicentro europeo del alojamiento digital, los precios del suelo y las infraestructuras se han disparado por esta industria invisible.

Todo esto ocurre mientras seguimos llenando la nube con fotos que no volveremos a ver, documentos olvidados y vídeos que reproducimos una sola vez.

Cada archivo que guardas tiene un coste que no ves: electricidad, agua, materiales extraídos de minas y toneladas de CO₂. Es un gasto invisible, desplazado a lugares lejanos donde las máquinas trabajan para mantener vivo tu recuerdo digital.

Hay intentos de hacerlo más sostenible. Algunos centros en Suecia o Finlandia reutilizan el calor residual para calentar viviendas. Microsoft experimenta con almacenamiento en cristal de cuarzo que podría durar milenios sin refrigeración. Y la investigación en ADN sintético promete guardar cantidades infinitas de información en cadenas moleculares.

Pero, por ahora, son solo parches frente a una realidad simple: producimos más datos de los que realmente necesitamos.

Quizá la verdadera pregunta no sea cómo almacenar más, sino cuánto estamos dispuestos a olvidar. Porque la nube no es ligera. Pesa. Y cada día, un poco más.

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