Donald Trump ha regresado a la Casa Blanca con una agenda que no solo pretende la reactivación de la economía norteamericana. La nueva administración pretende, además, reformular el equilibrio de poder global como uno de los pilares del Make America Great Again -MAGA-. En sus primeros 100 días, su estrategia económica muestra una lógica de confrontación geoeconómica que desafía las reglas del orden liberal internacional consolidado tras la Segunda Guerra Mundial.
La narrativa de reconstrucción económica ha sido uno de los ejes centrales del segundo mandato de Donald Trump. Pero a diferencia de su primer paso por el Despacho Oval, ya no se trata únicamente de desregular o reducir impuestos. La nueva agenda combina presión arancelaria, política fiscal expansiva -con sesgo electoral- e intervención directa del Estado para favorecer una reindustrialización selectiva. Bajo el eslogan reciclado de MAGA, el objetivo no es solo económico, sino también estratégico. Y así, reavivar el potencial y capacidad productiva de Estados Unidos para consolidar su primacía frente a todo competidor, como lo es China o la Unión Europea.
Reconstrucción económica y rearme industrial
Uno de los primeros movimientos de la administración Trump fue reconsiderar los aranceles a productos importados de China -145%-, México -25% fuera del T-MEC- y la UE -20%-, reeditando la lógica proteccionista de su primer mandato, pero con un mayor alcance. Al mismo tiempo, ha impulsado un nuevo programa de subsidios públicos para sectores considerados estratégicos —automoción, acero, semiconductores, baterías— que busca acelerar la relocalización industrial y reducir la dependencia de proveedores no estadounidenses.
En paralelo, Trump ha intensificado la presión sobre la Reserva Federal de los EE. UU., la FED, para bajar los tipos de interés, en un intento de estimular el crédito y potenciar la inversión industrial, tanto doméstica como extranjera. Si bien la independencia de la FED parece seguir intacta, las presiones no explícitas y la retórica de confrontación reabre un debate sensible sobre la politización, también, de la política monetaria.
El nuevo programa económico de EE. UU. no responde únicamente a contener la inflación o reducir la tasa de desempleo. Este programa ha demostrado formar parte de una ambiciosa estrategia de índole nacionalista que persigue asegurar la autonomía industrial del país en el marco de un entorno global percibido como hostil. De esta manera, la economía estadounidense se está convirtiendo, cada vez más, en un instrumento de poder y no en un fin en sí misma.
Geoeconomía de la confrontación
El desacoplamiento con China ha cobrado nueva fuerza en estos primeros 100 días. Las restricciones a la inversión extranjera en sectores tecnológicos y el refuerzo del Comité sobre Inversiones Extranjeras -CIFUS-, la expansión de la lista de empresas vetadas y el endurecimiento de los controles de exportación reflejan una voluntad de aislamiento competitivo. Alrededor de 60 empresas tecnológicas chinas han sido añadidas en la Entity List, la lista negra del Departamento de Comercio. Ya no se trata de gestionar la interdependencia, sino de romperla selectivamente.
Trump también ha reactivado su discurso contra las instituciones multilaterales, alegando el perjuicio de estas sobre su soberanía y desarrollo económico. Tanto es así, que Trump tardó escasas horas en firmar las órdenes ejecutivas para decretar la salida de los Estados Unidos de la OMS y del Acuerdo de París sobre el Clima. También ha reducido significativamente su participación en las Naciones Unidas. En este sentido, cabe señalar la retirada estadounidense del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y la suspensión de los fondos destinados a la UNRWA aduciendo cuestiones de ineficiencia, imparcialidad y vinculación con organismos extremistas.
Pero esta agresiva diplomacia económica se extiende más allá de sus adversarios más evidentes. Socios tradicionales como Alemania, Japón y Corea del Sur también han recibido señales inquietantes, cuando no hostiles, respecto a las relaciones comerciales, su contribución a la defensa y seguridad común y el respeto a la democracia -este último a raíz de la catalogación de la AfD como organización de extrema derecha por parte de la Oficina Federal para la Protección de la Constitución de Alemania-. Para Trump, la alianza transatlántica debe ser comercialmente rentable, o carece de sentido.
Inflación, divisas y fragmentación
El giro económico estadounidense ya está teniendo efectos globales. Los mercados emergentes enfrentan una nueva oleada de salidas de capital ante la combinación de dos tácticas del mandatario estadounidense: una política fiscal expansiva y la presión sobre la Reserva Federal. Por un lado, el gasto público en subsidios y estímulos industriales implica un aumento del déficit fiscal, lo que puede anticipar una mayor inflación. Por otro, la insistencia de Trump en forzar una rebaja de los tipos de interés está generando expectativas de una política monetaria más laxa de lo habitual.
Aunque 100 días de contexto sean pocos para poder proyectar un escenario medianamente certero, muchos inversores internacionales podrían optar por refugiarse en activos más seguros, como los bonos del Tesoro de EE. UU., haciendo prever a corto-medio plazo fugas de capital desde países emergentes. Esto podría llevar a estos países a una debilitación de sus monedas y al encarecimiento de su deuda externa, especialmente si está denominada en dólares. Las consecuencias son visibles: mayor volatilidad financiera, riesgos inflacionarios importados y presión sobre sus bancos centrales para subir tipos, incluso si eso perjudica el crecimiento.
El dólar, además, se ha fortalecido de forma desigual. Frente a divisas como el peso mexicano o el real brasileño, el movimiento ha sido particularmente intenso, reflejando la fragilidad externa de esas economías y su exposición a flujos de capital volátiles. En cambio, otras monedas con más control estatal -como el yuan- o con bancos centrales más estables han mostrado una mayor resistencia.
En paralelo, de manera genuina y también forzada, crecen las dudas sobre la estabilidad del dólar como divisa de reserva. Las insinuaciones de Trump sobre un uso estratégico de la deuda estadounidense —por ejemplo, como arma de presión contra China— han generado alarma en algunos bancos centrales. En respuesta, varios países del Sur Global están acelerando sus estrategias de diversificación: más reservas en oro, yuanes o monedas locales, y nuevas plataformas de pago alternativas al SWIFT.
El orden internacional ha acelerado su fractura. Las medidas proteccionistas de EE. UU. no solo tensan las relaciones con sus competidores, sino también con sus aliados. Europa ha comenzado a responder con propuestas de subsidios espejo y mayor control sobre inversiones extranjeras. La idea de cooperación económica cede terreno a una lógica de bloques en proceso de formación. Lejos de volver al multilateralismo, el mundo parece dirigirse hacia una economía de esferas de influencia o de regionalismos.
Los primeros 100 días del segundo mandato de Trump dejan claro que su política económica no atiende especialmente a términos tradicionales de crecimiento o eficiencia. Nos encontramos ante una doctrina económica basada en la competencia estratégica, en la que la soberanía económica se concibe como condición para el liderazgo global. En este marco, la economía se convierte en una forma de guerra. Una guerra menos visible que la convencional, pero no menos destructiva para quienes no están preparados para hacerle frente. Quizás algún día los libros de historia expliquen este giro en la política exterior de los Estados Unidos bajo el concepto de Doctrina Trump.