La transición ecológica ya no es solamente una cuestión ambiental, se ha convertido en un aspecto clave de la geopolítica y de la economía del siglo XXI.
En este sentido, la competencia internacional se centra en la industria y la tecnología, y la Comisión Europea es muy consciente de ello. Sin embargo, Europa enfrenta de nuevo el riesgo de quedarse atrás frente a sus competidores globales (como China y Estados Unidos).
En EE.UU., la Ley de Reducción de la Inflación (IRA), aprobada en 2022 bajo la Administración Biden, busca estimular la producción interna de energías limpias y tecnologías verdes, ofreciendo incentivos fiscales, subvenciones y créditos para la industria de baterías, vehículos eléctricos, energías renovables y capacidades de almacenamiento.
La estrategia china
Por su parte, China ha seguido apostando por una política industrial agresiva, controlando gran parte de la cadena de valor de las baterías, desde la extracción de litio y grafito hasta los módulos finales.
De hecho, según la Agencia Internacional de Energía (IEA), China ya produce «más de tres cuartas partes de las baterías vendidas en todo el mundo» en 2025, permitiéndole reducir costes más rápido que en Europa o EE.UU.
El papel de Europa
Mientras tanto, Europa intenta hacer frente a esta situación con el plan Green Deal Industrial Plan, que tiene como objetivo «posicionar a Europa como líder en la revolución limpia», facilitando financiación, regulaciones más ágiles y apoyo a las cadenas de suministro para tecnologías con cero emisiones.
Sin embargo, el desafío es doble. Por un lado, la Unión no dispone de un presupuesto tan amplio como el de EE.UU., y la fragmentación política entre los estados miembros dificulta la implementación de ayudas efectivas.
Los ejemplos concretos no faltan. En China, el fabricante CATL ya domina aproximadamente un 38% del mercado mundial de baterías en 2025.
Menor competitividad
En Europa, mientras tanto, la gran empresa del acero ArcelorMittal abandonó un proyecto de conversión de sus fábricas alemanas a producción con hidrógeno verde —a pesar de que tenía sobre la mesa 1.300 millones de euros en subvenciones— porque la estructura de costes y la energía serían menos competitivas que en otras regiones.
Para España concretamente, lo relevante es la inversión anunciada por CATL y Stellantis en Zaragoza por 4.100 millones de euros para una gigafactoría de baterías, lo que demuestra que el interés está, pero también la urgencia de hacer que la industria local sea atractiva.
La conclusión es clara. Europa podría ver cómo los empleos de mayor valor añadido en la transición energética (baterías, almacenamiento, componentes críticos) se ubican fuera de sus fronteras justo cuando debería liderar.
Si Europa renuncia a producir los componentes clave de su cambio de modelo, podría pasar de depender del gas ruso a depender del litio chino o de los incentivos fiscales de Washington.