Tenía que llegar, me tocaba rozar el tema, aunque sea con las yemas de los dedos. Lo confieso he caído…hoy, muchas marcas se jactan de ser auténticas. Tienen un tono humano, campañas «emocionales», incluso mensajes generados por IA que buscan sonar empáticos.
La autenticidad rara vez se programa o se compra a golpe de chequera o se confía a un algoritmo. La autenticidad requiere que se viva, que sea real (este real en el sentido de «cierto», no como lo utilizan las nuevas generaciones).
Al final la realidad es compleja, luchamos de manera denodada por hacer sentido de la complejidad que nos rodea, a través de mecanismos de simplificación de la realidad circundante. Esta necesidad de encontrar la sencillez y de calmar la incertidumbre es precisamente lo que muchas marcas intentan explotar, pero de forma superficial.
Nuestros esfuerzos para apaciguar lo incontrolable se han encontrado, casi de la noche a la mañana, que mágicamente se ha puesto ante nuestros ojos una herramienta que facilita la creación y ofrece respuestas casi infinitas, ¿cuál creemos que va a ser la opción elegida?.
Todo lo anterior enlaza directamente con el postulado que vengo defendiendo en mis últimos artículos: el propósito de marca no puede ser un claim vacío, ni la actividad comercial un simple trámite. Si no hay coherencia entre lo que una marca dice, lo que hace y cómo lo comunica, estamos ante un espectáculo sin impacto, un branding que no transforma.
Y el mercado no perdona la falsedad. Este nuevo kabuki empresarial lleno de gestos, sin profundidad, máscaras sin personalidad tiene una vida corta.
El riesgo de la autenticidad artificial
La irrupción de herramientas de inteligencia artificial ha abierto un abanico enorme de posibilidades. Podemos generar contenido, personalizar mensajes y, en teoría, acercarnos más al público. Pero aquí está la trampa: muchas marcas creen que simular empatía es lo mismo que tenerla. No lo es. Nada más lejos que esto.
En las últimas semanas proliferan en LinkedIn y en diversas redes mensajes altisonantes de organizaciones y de personas que difícilmente escribirían una nota en un post-it. Pensamientos «cuasi-complejos» a borbotones que manan de mentes realmente limitadas.
Esta obsesión por lo último, lo viral, lo perfecto, lo grandilocuente suena vacío, lo urgente es llenar huecos o como decía Menotti: «achicar espacios». Cuando este ruido supera al mensaje y este barniz, que parece humano, se roza levemente y sale la base vemos que no hay madera. Es como simular un corazón latiendo con un metrónomo.
El precio de la superficialidad
El problema de este kabuki corporativo no es solo que el mercado lo penalice, que al final lo hace, es que genera fatiga. La audiencia no es tonta. Ha aprendido a oler el miedo que se esconde detrás de esta pretendida perfección: el miedo a fallar, a ser real.
Cuando una marca se presenta como la encarnación del éxito sin fisuras, la empatía se convierte en una commodity y la confianza, en un espejismo.
Estamos ante la hoguera de las vanidades, una guerra de egos en la que más allá del objetivo primigenio de conectar, la prioridad es no caerse del circo de la viralidad. Y en ese circo, la marca que no muestre sus costuras, la que se niegue a admitir sus errores, es simplemente una marioneta de plástico.
Por qué importa: la conexión real
Una de las claves del branding es la consistencia y gran parte se consigue por repetición, así que insistiré. Tenemos que trascender más allá de la estética. Superar un storytelling bonito; si queremos armar una base sólida para que un producto o servicio conecte, que genere confianza y, finalmente, ventas nada es más potente, poderosa y eficaz que la autenticidad.
En mi experiencia, la lección es clara: sin coherencia y sin acción, la marca es ruido. No importa cuánto se esfuerce en parecer y mostrarse humana: si no impacta de manera tangible, pierde, punto; y una marca es humana cuando es vulnerable. Cuando no es perfecta, porque en la naturaleza la perfección no se da, pero sí la mejora, el aprendizaje.
Aristóteles, en Ética a Nicómaco, defendió que la felicidad no consiste en la riqueza o el placer, sino en la actividad virtuosa, es decir, en el proceso de perfeccionamiento humano. Porque con nuestros defectos la capacidad de reinventarnos nos hace mucho más auténticos y aquí se abre una oportunidad: la vulnerabilidad estratégica.
Aquí es donde radica la diferencia entre las marcas que sobreviven y las que pasan desapercibidas. Admitir errores o ajustar estrategias en tiempo real no debilita, fortalece. La gente se conecta con lo que siente real. Las marcas que logran equilibrar coherencia, propósito y acción generan impacto y confianza duradera.
Construir una marca desde lo real es un acto de valentía, en estos tiempos convulsos, casi un acto subversivo. Es entender que un fracaso compartido puede ser más poderoso que mil éxitos gritados a los cuatro vientos. La marca que se atreve a ser vulnerable se convierte en un faro para aquellos que también viven y hacen lo que todos los humanos: sienten, luchan y se equivocan.
No se trata de exponer todas las miserias, sino de mostrar que el camino no es perfecto y que la autenticidad es un viaje con baches, no una autopista de éxito. Esta estrategia no es una moda, es un imperativo. En un mundo saturado de perfección sintética, la única forma de ser memorable es siendo real.
La IA puede amplificar estas historias, acelerar la distribución y personalizar el mensaje. Pero nunca reemplaza la humanidad que está detrás de la estrategia. La inteligencia artificial es un amplificador, no una anestesia de autenticidad. La marca que admite sus cicatrices es como un roble en medio de la tormenta: cuanto más la zarandea la viento, más sólida se vuelve. La que oculta sus fallos es un bonsái en maceta: bonita, pero incapaz de sobrevivir fuera del escaparate.
Autenticidad y vulnerabilidad dos caras de la misma moneda
El desafío del branding actual no es solo diferenciarse o captar atención; es ser coherente, relevante y humano en cada punto de contacto. La autenticidad y la vulnerabilidad no son opuestas: son complementarias.
Si queremos que nuestras marcas sean memorables, transformadoras y rentables, debemos apostar por lo real. Mostrar cicatrices, contar historias con verdad, actuar con propósito. No es fácil. No es sencillo. Pero es lo único que garantiza que lo que construyamos no se convierta en ruido más del montón.
Y en un mundo saturado de mensajes y productos, eso es lo que finalmente marca la diferencia. ¿Qué prefieres un roble o un bonsai?